Adam L. Penenberg trabaja para la revista on-line Forbes, cuando su editor le llama la atención por no haberse hecho eco de lo que parecía un bombazo en el mundo de la informática. The New Republic (TNR) había publicado una historia sobre un hacker de 15 años que, tras irrumpir en el sistema de una importante compañía informática, era contratado por la misma como parte del equipo de seguridad. El artículo lo firmaba Stephen Glass.
Sorprendido por no conocer esa noticia, en un ámbito que le era familiar, Penenberg comienza a investigar por su cuenta, a intentar contrastar la historia, con la intención de ofrecer una cobertura más amplía que contente a su director.
Como dice el personaje de esta historia llevada al cine (Shattered Glass, 2003), “El sistema tiene un fallo. Hay artículos en los que la única fuente disponible son las notas que el periodista suministra”. Y en la redacción de TNR no había ningún guardabarreras, ningún editor que cuestionase seriamente la información de sus redactores.
Resulta sorprendente que aún no exista un verdadero “control de calidad”, previo a la publicación, que se ocupe de la profesión periodística. Un organismo ajeno a los propios medios que garantice la vigilancia de la responsabilidad periodística. Quizá si finalmente se creara un ente regulador se alzarían voces al grito de “¡Censura, censura!”. Parece que no tenemos remedio.
Cuando Glass ya no tenía defensa, el editor de la revista se dedicó a revisar uno por uno todos los artículos de su reportero. La intachable reputación de TNR, la revista que se ofrece como lectura en los vuelos presidenciales del “Air Force One”, caía en picado.
Otra cuentacuentos
Benjamin C. Bradlee, responsable de la publicación por aquel entonces, ha definido este suceso en su biografía como “el capítulo más oscuro de mi carrera periodística”, pues ni siquiera se le pasó por la cabeza la posibilidad de que la historia no fuese real.
Estos dos casos de engaño han hecho historia en la prensa americana, y de ellos podríamos extraer más de una moralina. Sin embargo, más que el hecho de que los medios de comunicación puedan difundir mentiras me preocupa el que el público crea a pies juntillas lo que cuentan. La falta de espíritu crítico no sólo afecta a los editores de las redacciones, para la audiencia la voz de los medios es palabra de Dios.
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